AQUI MISMO Y AHORA MISMO
HORACIO ZABALA
07.09.18 - 15.10.18 / Espacio Base de Datos
Curaduría: Florencia Battiti – Cecilia Nisembaum
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IDA Y VUELTA POR DOS CINTAS NEGRAS
Dos anchas cintas negras a lo largo de un pasillo enlutan y también conducen.
El luto -bajo diversas formas y colores- es un ritual tan antiguo como la comunidad humana misma. A propósito de él, los antropólogos hablan de una “crisis de la presencia” que sacude a la sociedad cuando uno o más de sus miembros mueren. El luto es un signo que esa sociedad lleva, traslada, en su actuar cotidiano. Ese movimiento es la contrapartida complementaria de la inmovilidad de la tumba, el más arcaico signo de cultura sobre la superficie de la tierra. Luto y tumba son presencias vitales que conservan el lugar de una ausencia de vida. Cuando falta una -y entre nosotros faltan miles- el ritual queda amputado: la “crisis de la presencia” no se resuelve en la producción simbólica del duelo, y en el lugar de la tumba solo queda un agujero oscuro en la memoria. Las cintas negras, sin su otra cara, permanecen, sin embargo: como si dijéramos, flotando en el aire irrespirable.
Es entonces cuando las cintas mutan su significado. Podían haber sido simple señalamiento de la ausencia, o tachadura simbólica de la crisis de presencia. Ahora son fisuras, abismos delimitados, dentro de cuya negrura están todavía al acecho los fantasmas que deberían haber quedado encerrados para siempre en la tumba. Ellas, las cintas, ya no circulan libremente en las solapas de los deudos, sino que hacen circular una deuda que no cesamos de no poder pagar. Quitadas del aire y pintadas en una pared, hacen las veces de flechas que señalan en la dirección del origen de la crisis: el luto ya no es duelo, melancolía ni nostalgia, es análisis crítico en acto.
Las flechas negras, decíamos, ya no se limitan a flotar: conducen a otro lugar. El final del pasillo se abre a un espacio en el que aquel origen, lejos de apuntar a la fatalidad natural que le espera a cada cual, se revela como la violencia producida por el poder sobre el mundo. Zabala, desde luego, privilegia esta parte del mundo, la “nuestra” -que seguirá entre comillas mientras nos siga estando secuestrada-, aunque no hay por qué pensar en una restricción geográfica: toda buena cartografía dibuja tanto fronteras como líneas de pasaje. Las fracturas entre esos espacios potencialmente continuos, justamente -no hay más que mirar el ámbito a donde nos condujo el pasillo enlutado-, son agujeros abiertos por aquella violencia del poder.
En efecto: un hacha hiende, abre una herida; un rectángulo opaco tapa; una rasgadura, una quemadura, un recorte, también una cárcel -que es un recorte en el movimiento de los cuerpos- sacan de la vista. Heridas, tapaduras, supresiones, son ausentamientos violentos que replican, sobre el territorio cartografiado, la “crisis de la presencia” social que el poder provoca en su avidez de control. Lo eliminado por él, todo eso que no permite que la tumba se cierre y que el luto sea completo, va a incorporarse -ahora lo advertimos- a las fisuras negras de las cintas por las cuales nos deslizamos hacia el recinto. El camino de vuelta, la salida desde ese espacio, ha cargado a las cintas con otro sentido, con otro destino (la lengua castellana autoriza ese anagrama ominoso). Ya podemos ver mejor qué se agita dentro de las fisuras negras.
A sus producciones Horacio Zabala las llama “anteproyectos”. Él me disculpará, supongo, que juegue con esa palabra y hable de anti-proyectos. Es que, en ellos, la premeditación termina siempre cediendo lugar a lo imprevisto. La mejor prueba es que es, si no me equivoco, la tercera vez que el artista se ve envuelto en las cintas negras. Lamentablemente, eso es muy lógico: la historia sigue prodigando lutos inacabados. Cada uno tendrá que decidir a qué responde, en cada momento, la necesidad de la repetición (esa que, como decía Kierkegaard, siempre aparece como una novedad). Que se puede llamar, en efecto, “re-creación”, “re-visión”. Mientras ella siga siendo luctuosamente inevitable, al menos, y no es poco, existen quienes son capaces de transformarla en pasión crítica.
Eduardo Grüner
Horacio Zabala nació en Buenos Aires en 1943. Recibió una licenciatura en arquitectura en 1973, aunque ya a mediados de los años 60 se dedicaba a las otras artes visuales, como lo sigue haciendo hasta nuestros días. Zabala ha continuado desde entonces produciendo un cuerpo de trabajo que es experimentalmente arriesgado y densamente teórico en sus reflexiones, y vinculado con el arte conceptual. Exiliado en 1976, Zabala vivió durante 22 años en Italia, Austria y Suiza. Zabala ha participado en innumerables muestras grupales (los Encuentros de Pamplona de 1972; los extremos de la tierra: el arte de la tierra en 1974, el Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles en 2012; Monocromos [monocromos] en el Centro Cultural Recoleta en Buenos Aires, junto con Eduardo Costa y Marcelo Boullosa) y varias exposiciones individuales, como las que tuvo en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires en 1998, el Fondo Nacional de las Artes en 2002. Su muestra individual más reciente fue Reiteraciones en Henrique Faria Fine Arts en Nueva York en 2012. Actualmente está preparando una retrospectiva de sus trabajos en la Universidad Nacional del 3 de febrero (UNTREF), curada por Fernando Davis.