LA DESAPARICIÓN

JUAN CARLOS ROMERO

27.05.17 - 27.08.17 / Espacio Base de Datos

Curadora: Cecilia Nisembaum

Que la palabra adquiera valor de imagen, sin que se anule (al contrario, subrayando) su plena “semanticidad”…
Que ese ¿cómo llamarlo? grafograma tal vez, es algo distinto a un ideogramacomo los de las lenguas orientales, pero consigue por otra vía, al igual que ellas, articular el principio mismo del montaje, que Eisenstein definía así: Imagen + Concepto…
Que como-quiera-que-se-llame aparezca inscripto en negro sobre papel afiche amarillo…

Que las palabras hayan sido cortadas de tal manera que: a) el espectador –al que Juan Carlos siempre le pedía co-autoría- tenga que restaurar (o directamente producir) el sentido completo; y b) las letras no inscriptas no sean 
mera ausencia, sino omisión determinada, generando un vacío por donde se derrama lo real de la Des / Exclus / Margin, de tal manera que ese vacío nos asalta, como si dijéramos, o nos rodea… 

Que los vacíos plenos de sentido reconstruido estén (pre) destinados a interrumpir el flujo normal del tránsito distraído o alienado de la Ciudad Ausente, obligándola a concentrarse en aprender de nuevo lo que ya creía saber (creo recordar haberle escuchado, alguna vez, la expresión piquete artístico)…

Que, que, que… podríamos seguir, para abundar en la idea de que nada de todo eso, tratándose de Juan Carlos, sería –puesto nuevamente en acto, como aquí- una innovación, aunque sí, estrictamente hablando, una auténtica novedad, o sea una diferencia.

Quiero decir: una política consistente y consecuente para la acción recíproca entre “arte” y “realidad” (dos términos que renuncio a definir) es la que, sin abandonar recursos reconocibles en un nombre-de-autor (JCR, para el caso), hace que cada vez esos recursos vuelvan a interrumpir el flujo in-diferente de lo real de un modo tal que el re-conocimiento no sea un simple efecto de repetición automática, sino una nueva cicatriz, imposible de cerrar del todo, con su “vacío” en el propio centro, marcada en la superficie de este momento, sumándose a los otros (tantos) momentos de esa “pesadilla de la que no podemos despertar” que es la Historia, la nuestra, no única, pero nuestra. Juan Carlos sabía muy bien que el arte, aún saliendo a la calle a molestar, no puede por sí mismo transformar radicalmente a las sociedades: eso lo harán las sociedades, o no se hará; continuará la pesadilla. Su estrategia era más bien diseñar “su” arte de forma que el decurso de la sociedad lo modificara a él. Por eso para él los recursos que mencionábamos eran movibles, con el
objetivo de que siempre se pudiera generar un nuevo “vacío”, para indicarnos que a la realidad todavía le falta algo.

En lenguaje cotidiano, eso –lo que puede hacer el arte, lo que sin descanso quiso hacer Juan Carlos- se dice “Meter el dedo en el enchufe”, o quizá “Poner el dedo en la llaga”: para despertar un sacudón eléctrico, para revolver la herida, para que no nos durmamos ante la indicación (ese apuntar con el dedo) de que si el arte no puede cambiarlo todo, sin embargo debe abrir más la herida, debe aumentar la descarga de voltios (y entiéndase: ese “deber” no es una obligación: es una deuda).

Imposible, para mí, no acordarme de otra muestra-acción “instalada”, hace algunos años, por Juan Carlos, junto a Marcelo Lo Pinto: “Terror”, se llamaba. En ella uno se paseaba entre las grandes letras corpóreas, dispuestas en el
espacio con solo aparente arbitrio, y dependiendo del recorrido se podían reescribir, como anagramas truncos, distintas palabras: “Error” / “Rote” / “Tero”, y así. Pero, finalmente, cubiertos los vacíos con las letras cada vez faltantes, el  sentido completo siempre daba “Terror”. Es decir, daba terror. Esta vez, uno no camina entre las letras, pero ellas bailan sobre su fondo amarillo, o se agrupan –por “ausencia determinada”, digamos- en la gran “D”, esa que, por más  esfuerzo que hiciéramos, nunca podríamos negar. 

Juan Carlos no solo “intervenía” –por ejemplo, la calle- con su arte. Nos demandaba que, a través de su arte, nos interviniéramos a nosotros mismos. Eso me autoriza, para ir terminando, a hacer lo indebido, es decir la auto-cita:
“Sacar a la calle el arte (si se llama así: a él le importa, justamente, la acción antes que el nombre) es saltar por encima de las rayas que dibujan los dispositivos de las disciplinas que se llevan inadvertidamente inscriptas en el cuerpo: entre la alegría y la seriedad, entre el arte y la calle, todo se vuelve un territorio borroso y blando, pero donde se pisa firme. Él lo hace parecer todo muy fácil, pero –aunque el clima es lúdico- sabemos que no es solo un juego: hay unos umbrales que se corrieron de lugar, unos paredones que se movieron, y la Ciudad acusa recibo con el ceño fruncido y una indecisa perplejidad”.

Es así. Él sabía lo que (nos) hacía. Va a ser difícil saber qué hacer con su propia “ausencia determinada”. Pero se lo debemos.

Eduardo Grüner