Curadora: Florencia Battiti
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El “siluetazo” desde la mirada de Eduardo Gil
La pregunta sobre cómo representar lo irrepresentable, cómo dar visibilidad a la presencia de una ausencia se aloja en el núcleo de los debates en torno de las paradojas de la representación. El “siluetazo” fue, en este sentido, una acción estético-política que logró simbolizar la desaparición y articular de manera emblemática el arte con una demanda social colectiva: la aparición con vida de miles de desaparecidos durante la última dictadura militar. Rodolfo Aguerreberry, Julio Flores y Guillermo Kexel, los tres artistas visuales, idearon la acción y acercaron la propuesta a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, entre otros organismos de derechos humanos y organizaciones sociales.
Pocos meses antes de que concluyera el régimen militar, el 21 de septiembre de 1983, en el marco de la III Marcha de la Resistencia, los organizadores improvisaron un taller al aire libre y, usando plantillas, comenzaron a delinear siluetas humanas sobre papeles, que luego pegaron verticalmente sobre las paredes de los edificios aledaños, sobre otros carteles existentes, sobre árboles, etc. Este gesto fue el puntapié inicial para que el público se apropiara inmediatamente de la tarea. Cientos de manifestantes aportaron otros materiales para realizar las siluetas, “pusieron sus cuerpos” para bosquejarlas y se sumaron a la pegatina impulsada por los organizadores.
Para el historiador del arte Roberto Amigo, el “siluetazo” implicó la toma de la Plaza de Mayo política y estéticamente y el modo de hacerlo, una recuperación de los lazos solidarios perdidos durante la dictadura.
Si hoy, a treinta años del “siluetazo”, podemos acceder a imágenes que habilitan el abordaje de este acontecimiento histórico es, en parte, gracias a la labor de artistas como Eduardo Gil, quien participó activamente de la acción, tanto política como artísticamente. No cabe duda de que la dimensión artística del “siluetazo” se vio eclipsada ante su radicalidad política y que, incluso, la experiencia colectiva que desencadenó alteró profundamente la noción de autoría. Sin embargo, ante las obras fotográficas de Eduardo Gil uno se encuentra no solo con el testimonio o el registro de
aquella acción, sino con imágenes resueltas desde la mirada de un artista. “Me preocupaba cómo resolver visualmente las imágenes que se generaban a mi alrededor”, recuerda Gil, “cómo plasmar en ellas la potencia de la fotografía para dar cuenta del entorno y la estética bressoniana con la que me identificaba en aquel momento, me pareció la herramienta ideal”.
La exhibición de estas imágenes en el Parque de la Memoria posibilita hoy la reflexión crítica sobre una de las acciones artístico-políticas más memorables de la historia argentina, nos interpela para que pensemos en la inquietante vigencia que aún proyectan y nos permite, también, revalorizarlas por su significación histórica y artística.
Florencia Battiti